domingo, 6 de noviembre de 2011

El demente



Traspasó el umbral de la puerta con cautela, temiendo destrozar la frágil armonía cuántica que imperaba en la habitación. Observó cada detalle, deleitándose en ellos casi con un ansia erótica; la forma en que la silla se acercaba a la mesa, sus patas rectas que se clavaban en el suelo y se reflejaban en él creando una serie infinita de sillas multiplicadas, la escalera que se enroscaba hasta el techo y no llegaba a ninguna parte porque no dejaba de girar en espirales concéntricas, la cama que hibernaba como un monstruo gigantesco e inmóvil, el tenue rayo solar que se filtraba a través de la ventana ovalada, como un espejo, y se descomponía en cientos, miles, millones de colores muchos de ellos aún desconocidos por el ser humano. Todo eso suponía para él un gran placer espiritual incomparable. Saboreó su libertad recién adquirida y se sintió flotar en una nebulosa de seda y  algodón. Jamás, se dijo, volverían a encerrarlo voluntariamente en la estrechez de ese maldito cubículo tridimensional. Esas paredes blancas, mullidas, silenciosas, lo desconcertaban sobremanera. Su mirada en esos momentos se volvía de acero y gruñía preso de una enfermedad extraña que sólo surgía en él cuando lo maniataban de ese modo. A veces el doctor Reihmann iba a visitarlo y le hacía preguntas absurdas sobre su estado de ánimo que él se negaba a contestar. Luego evaluaba sus ojos y negaba con la cabeza, tras lo cual volvía a abandonarlo a su suerte. Pero ahora por fin había escapado de esa lenta tortura y era libre para contemplar con  todos sus sentidos (que eran algunos más que los que todas las personas tienen) la eficacia y precisión con que estaba construido el universo pues, como se detallará a continuación, él veía el mundo de modo muy distinto a como todos lo hacemos.
Era plenamente consciente de que él era uno de los pocos que sabían apreciar las sutilezas  de las líneas rectas, el modo en que se expandían en el espacio hasta encontrarse en un punto que sólo él podía ver- siempre ha sido mentira eso que nos han contado sobre que dos líneas paralelas no podrían jamás cruzarse, y él lo sabía. Y admiraba la conformación agusanada de una línea curva, o de varias, que se movían en su mente como serpientes. Para él el mundo era totalmente matemático, pero también geométricamente imposible. Y también era consciente de que su modo de apreciar el universo era el verdadero, el único. Que todos los demás estamos  engañados y que por eso nuestra arquitectura es las más de las veces tan aburrida y monótona, pues no sabemos sacar partido de las formas . Presentó una propuesta y todos lo tomaron por loco o por un visionario, y los que lo consideraron esto último decidieron silenciar su concepción abstractísima e imaginaria porque no querían que saliera a la luz tamaña obra que cambiaría todo lo que conocemos. Desesperado, acudió a las ciencias alternativas donde tampoco encontró el apoyo necesario. Entró en un círculo de enervante ensimismamiento del que no era capaz de salir; tan sólo una larga contemplación de los objetos en su estado natural podía devolverle la salud. Entonces vino a verlo por primera vez el doctor Reihmann, con quien mantuvo una larga y distanciada charla (no era necesario darle demasiados detalles a un hombre en quien no sabía si podía o no confiar) tras la cual le sugirió amablemente que lo acompañara porque le enseñaría un nuevo lugar en que desarrollar sus investigaciones. Esperanzado, lo siguió y se encontró la trampa mortal en que lo mantuvieron preso durante tres eternos años.
Allí, entre esas cuatro paredes acolchadas, se encontraba su pesadilla: nada más y nada menos que un mundo cuadrado, predeterminado, vacío. Era como si lo hubiesen condenado a vivir perpetuamente en la nada. No podía observar la delicadeza de las formas, la simpleza de las ecuaciones que sugerían los ángulos de las puertas abiertas, los barrotes entrelazados de las barandas de los balcones porque, sencillamente, en esa monstruosa habitación no había nada. Sufrió en silencio aquel odioso entorno que le había sido otorgado hasta que se percató de que su mente comenzaba a anquilosarse. Se estaban deteniendo lentamente los impulsos eléctricos de sus neuronas por la falta de ejercicio cerebral, así que trató de volver a activar el movimiento tratando de imaginar el mundo rico y variado que había dejado atrás. Pasaba así horas y horas con los ojos cerrados, susurrando entre dientes fórmulas de circunferencias, ecuaciones, lo que fuera. En esos momentos de abstracción notaba cómo a veces alguien entraba en la estancia y lo observaba desde la puerta y luego intercambiaba unas palabras con otro, después de lo cual ambos se marchaban. No le importaba qué decían sobre él ni le importunaba siquiera su presencia; en esos deliciosos instantes, volvía a recordar el mundo tal como siempre lo había conocido y olvidaba la áspera situación en que se hallaba. Mas no duraban sus sueños y tarde o temprano siempre tenía que despertar para encontrarse con una realidad cada vez más hiriente. Con el paso del tiempo, su imaginación también comenzó a olvidar la delicadeza de las formas primeras que constituían su gran pasatiempo en medio de tanta soledad hasta que se degradaron del todo y sólo eran recuerdos lejanos apenas perceptibles que cada vez le costaba más vislumbrar en su interior.
Recordar esos arduos momentos hizo que sintiese náuseas. Trató de concentrarse nuevamente en su tarea de redescubrir el universo que ya casi había arrinconado en el olvido por completo. Las líneas le parecían cada vez más sinuosas y seductoras, mucho más de lo que lo eran antes de su reclusión. Poco a poco se atrevió a internarse en aquella estancia mágica y se asomó a la gran ventana oval. Justo frente a donde él se encontraba veía una casa que dependiendo del ángulo desde donde se mirase podía ser a la vez rectangular y romboidal. Admiró el  pórtico con balaustrada curvilínea que ascendía hasta el tejado del edificio mismo y se perdía en la inmensidad del cielo. Unas escaleras guardadas por columnas daban acceso a la casa, pero eran ascendentes a la vez que descendentes, por lo que era imposible entrar en ella. Pensó que allí debían guardarse secretos inimaginables, misterios increíbles y sintió deseo de explorar aquel lugar; cierto era que no podría entrar por la puerta principal por la razón ya mencionada, pero encontraría otra ruta de acceso a través de las ventanas, que estaban a ras del suelo al mismo tiempo que en lo más alto del edificio. Absorto como estaba en sus pensamientos, apenas se percató cuando dos sombras se deslizaron sigilosamente tras él hasta que una de ellas agarró sus manos con tesón y le colocó una camisa de fuerza impidiéndole forcejear. El doctor Reihmann, el otro hombre que se hallaba con el que lo sujetaba, dijo:
-Es usted un loco, pero un loco peligroso, pues posee la verdad en su conjunto. 

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