Traspasó el umbral de la puerta con cautela,
temiendo destrozar la frágil armonía cuántica que imperaba en la
habitación. Observó cada detalle, deleitándose en ellos casi con un
ansia erótica; la forma en que la silla se acercaba a la mesa, sus patas
rectas que se clavaban en el suelo y se reflejaban en él creando una
serie infinita de sillas multiplicadas, la escalera que se enroscaba
hasta el techo y no llegaba a ninguna parte porque no dejaba de girar en
espirales concéntricas, la cama que hibernaba como un monstruo
gigantesco e inmóvil, el tenue rayo solar que se filtraba a través de la
ventana ovalada, como un espejo, y se descomponía en cientos, miles,
millones de colores muchos de ellos aún desconocidos por el ser humano.
Todo eso suponía para él un gran placer espiritual incomparable. Saboreó
su libertad recién adquirida y se sintió flotar en una nebulosa de seda
y algodón. Jamás, se dijo, volverían a encerrarlo
voluntariamente en la estrechez de ese maldito cubículo tridimensional.
Esas paredes blancas, mullidas, silenciosas, lo desconcertaban
sobremanera. Su mirada en esos momentos se volvía de acero y gruñía
preso de una enfermedad extraña que sólo surgía en él cuando lo
maniataban de ese modo. A veces el doctor Reihmann iba a visitarlo y le
hacía preguntas absurdas sobre su estado de ánimo que él se negaba a
contestar. Luego evaluaba sus ojos y negaba con la cabeza, tras lo cual
volvía a abandonarlo a su suerte. Pero ahora por fin había escapado de
esa lenta tortura y era libre para contemplar con todos
sus sentidos (que eran algunos más que los que todas las personas
tienen) la eficacia y precisión con que estaba construido el universo
pues, como se detallará a continuación, él veía el mundo de modo muy
distinto a como todos lo hacemos.
Era plenamente consciente de que él era uno de los pocos que sabían apreciar las sutilezas de
las líneas rectas, el modo en que se expandían en el espacio hasta
encontrarse en un punto que sólo él podía ver- siempre ha sido mentira
eso que nos han contado sobre que dos líneas paralelas no podrían jamás
cruzarse, y él lo sabía. Y admiraba la conformación agusanada de una
línea curva, o de varias, que se movían en su mente como serpientes.
Para él el mundo era totalmente matemático, pero también geométricamente
imposible. Y también era consciente de que su modo de apreciar el
universo era el verdadero, el único. Que todos los demás estamos engañados
y que por eso nuestra arquitectura es las más de las veces tan aburrida
y monótona, pues no sabemos sacar partido de las formas . Presentó una
propuesta y todos lo tomaron por loco o por un visionario, y los que lo
consideraron esto último decidieron silenciar su concepción
abstractísima e imaginaria porque no querían que saliera a la luz tamaña
obra que cambiaría todo lo que conocemos. Desesperado, acudió a las
ciencias alternativas donde tampoco encontró el apoyo necesario. Entró
en un círculo de enervante ensimismamiento del que no era capaz de
salir; tan sólo una larga contemplación de los objetos en su estado
natural podía devolverle la salud. Entonces vino a verlo por primera vez
el doctor Reihmann, con quien mantuvo una larga y distanciada charla
(no era necesario darle demasiados detalles a un hombre en quien no
sabía si podía o no confiar) tras la cual le sugirió amablemente que lo
acompañara porque le enseñaría un nuevo lugar en que desarrollar sus
investigaciones. Esperanzado, lo siguió y se encontró la trampa mortal
en que lo mantuvieron preso durante tres eternos años.
Allí,
entre esas cuatro paredes acolchadas, se encontraba su pesadilla: nada
más y nada menos que un mundo cuadrado, predeterminado, vacío. Era como
si lo hubiesen condenado a vivir perpetuamente en la nada. No podía
observar la delicadeza de las formas, la simpleza de las ecuaciones que
sugerían los ángulos de las puertas abiertas, los barrotes entrelazados
de las barandas de los balcones porque, sencillamente, en esa monstruosa
habitación no había nada. Sufrió en silencio aquel odioso entorno que
le había sido otorgado hasta que se percató de que su mente comenzaba a
anquilosarse. Se estaban deteniendo lentamente los impulsos eléctricos
de sus neuronas por la falta de ejercicio cerebral, así que trató de
volver a activar el movimiento tratando de imaginar el mundo rico y
variado que había dejado atrás. Pasaba así horas y horas con los ojos
cerrados, susurrando entre dientes fórmulas de circunferencias,
ecuaciones, lo que fuera. En esos momentos de abstracción notaba cómo a
veces alguien entraba en la estancia y lo observaba desde la puerta y
luego intercambiaba unas palabras con otro, después de lo cual ambos se
marchaban. No le importaba qué decían sobre él ni le importunaba
siquiera su presencia; en esos deliciosos instantes, volvía a recordar
el mundo tal como siempre lo había conocido y olvidaba la áspera
situación en que se hallaba. Mas no duraban sus sueños y tarde o
temprano siempre tenía que despertar para encontrarse con una realidad
cada vez más hiriente. Con el paso del tiempo, su imaginación también
comenzó a olvidar la delicadeza de las formas primeras que constituían
su gran pasatiempo en medio de tanta soledad hasta que se degradaron del
todo y sólo eran recuerdos lejanos apenas perceptibles que cada vez le
costaba más vislumbrar en su interior.
Recordar
esos arduos momentos hizo que sintiese náuseas. Trató de concentrarse
nuevamente en su tarea de redescubrir el universo que ya casi había
arrinconado en el olvido por completo. Las líneas le parecían cada vez
más sinuosas y seductoras, mucho más de lo que lo eran antes de su
reclusión. Poco a poco se atrevió a internarse en aquella estancia
mágica y se asomó a la gran ventana oval. Justo frente a donde él se
encontraba veía una casa que dependiendo del ángulo desde donde se
mirase podía ser a la vez rectangular y romboidal. Admiró el pórtico
con balaustrada curvilínea que ascendía hasta el tejado del edificio
mismo y se perdía en la inmensidad del cielo. Unas escaleras guardadas
por columnas daban acceso a la casa, pero eran ascendentes a la vez que
descendentes, por lo que era imposible entrar en ella. Pensó que allí
debían guardarse secretos inimaginables, misterios increíbles y sintió
deseo de explorar aquel lugar; cierto era que no podría entrar por la
puerta principal por la razón ya mencionada, pero encontraría otra ruta
de acceso a través de las ventanas, que estaban a ras del suelo al mismo
tiempo que en lo más alto del edificio. Absorto como estaba en sus
pensamientos, apenas se percató cuando dos sombras se deslizaron
sigilosamente tras él hasta que una de ellas agarró sus manos con tesón y
le colocó una camisa de fuerza impidiéndole forcejear. El doctor
Reihmann, el otro hombre que se hallaba con el que lo sujetaba, dijo:
-Es usted un loco, pero un loco peligroso, pues posee la verdad en su conjunto.
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