sábado, 27 de octubre de 2012

A la luz de las estrellas


En esa epicidad absurda de la tiniebla universal se adivina una intención suprema y, en el fondo, inocua (porque es imposible): todos queremos ser dios, y todos queremos ver más allá de la cuna y de la tumba. ¿Quién no ha deseado alguna vez el don de la omnipotencia para desatar tormentas estridentes de luz centrífuga? Esa es la primera y principal razón por la que la noche se cierne sobre nuestras cabezas como un ente misterioso, casi de cuento mágico, y por la que las estrellas nos fascinan como si no fuesen simples soles a millones de kilómetros de distancia. Queremos ser estrellas porque sólo así podríamos emular un poder gigantesco, capaz de dar vida pero también de quitarla. Queremos ser eternos como el mismo cosmos, vivir durante eones sin que ninguna encapuchada ténebre presencia asome por encima de nuestro hombro.
Al final, lo único que nos queda es sentarnos en la campesina madrugada de trigales verdes y soñar con meteoros fugaces de paz. El tiempo así no huye peregrino sino que permanece en el polvo estelar prófugo de cárceles eternas.
Criminales sensatas. Son nuestras madres, nuestras hermanas y nuestras hijas también. Son para nosotros luminarias tristes que alumbran la más melancólica de las almas.
Y eso si nos quedamos a la luz de las estrellas.