Pocas cosas han
cambiado tanto en los últimos años (quizás si exceptuamos la ciencia y
la tecnología) como la concepción del arte, que ha pasado de ser un ente
espiritual a convertirse en un objeto material, y esto
también se evidencia en la literatura, transformada ahora en un producto
más de comercio, en algo que produce ganancias y que puede medirse en
índices de ventas. Y lo lamentable y más irónico es que la mayor parte
de los beneficios de la creación literaria se la lleva una corporación
que para nada ha intervenido en la concepción de la obra. ¡Pero qué
estoy diciendo, si ya apenas supone esfuerzo creativo el dar a luz una
novela! Los escritores son trabajadores, empleados contratados para
darle al vulgo lo que quiere el vulgo. Sí, podría objetárseme que eso ya
lo hacía Lope, pero en ningún modo pueden equipararse los medios ni los
fines; porque Lope también escribió otras cosas a parte de sus
múltiples comedias. En cambio, en la actualidad tenemos una legión de
autores que dan lugar a una subliteratura repetitiva y de esquemas fijos
pero que es lo que quiere el pueblo. En otras palabras, literatura que
vende. Esto quizá no sería tan malo si no fuese porque esos
archiconocidísimos nombres eclipsan a unos cuantos que escriben por el
simple placer de hacerlo y que moldean su literatura a su gusto,
quedando desgraciadamente para una minoría que aún posee el criterio
suficiente para poder distinguir el arte verdadero del mero
encadenamiento de palabras formando un tópico machacón.
Hace
falta rescatar al antiguo poeta. ¿Dónde ha quedado esa imagen del
escritor apartado del mundo, marginado por la propia sociedad que lo vio
crecer? ¿Dónde está la bohemia, literal o figurada? No es necesario
vivir en una buhardilla alimentándose de miseria y polvo mientras se
contempla de noche a las estrellas danzando en el cielo, pero sí es
preciso el afán de luchar, de protestar y quejarse de un universo
injusto. La literatura ya no es una herramienta de rebeldía o siquiera
de apoyo al poder; apenas es descriptiva. Tal vez sea porque hemos
terminado acomodándonos, apoltronados en una butaca mullida y
conformándonos con lo primero que se nos ofrece, sin valorar sus puntos
positivos y negativos. Eso y el desarrollo de la sociedad de consumo han
contribuido a que el arte sea una lata de usar y tirar, tres rayajos en
un lienzo y no algo que nos produce una sensación y que nos obliga a
identificarnos con lo representado en la obra.
Hace
falta regresar al malditismo, al germen sembrado por los poetas
postrománticos franceses que hace tantísimo que no se ve. ¿Por qué? Pues
porque el escritor no ha de estar al servicio del mundo, sino contra
él. Puede apoyar a una sección de la sociedad, atenerse a un punto de
vista concreto, es cierto, pero se ganará el desprecio de todos los
demás. No es un héroe transfigurado en una máscara que sonríe ante las
cámaras al recibir un premio frugal y comprado. Hay que regresar al
ambiente rompedor de la vanguardia. A ese deseo por hacer algo nuevo y
mejor, siempre mejor. Y siempre nuevo.
El
arte ha de salir del corazón y debe llegar al alma. El arte no es algo
que pueda comprarse porque, sencillamente, no tiene precio. Dicho esto,
el arte y la literatura tal como los hemos conocido siempre están
destinados a perecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario