domingo, 6 de noviembre de 2011

Comercio Literario



Pocas cosas han cambiado tanto en los últimos años (quizás si exceptuamos la ciencia y la tecnología) como la concepción del arte, que ha pasado de ser un ente espiritual a convertirse en un objeto material, y esto también se evidencia en la literatura, transformada ahora en un producto más de comercio, en algo que produce ganancias y que puede medirse en índices de ventas. Y lo lamentable y más irónico es que la mayor parte de los beneficios de la creación literaria se la lleva una corporación que para nada ha intervenido en la concepción de la obra. ¡Pero qué estoy diciendo, si ya apenas supone esfuerzo creativo el dar a luz una novela! Los escritores son trabajadores, empleados contratados para darle al vulgo lo que quiere el vulgo. Sí, podría objetárseme que eso ya lo hacía Lope, pero en ningún modo pueden equipararse los medios ni los fines; porque Lope también escribió otras cosas a parte de sus múltiples comedias. En cambio, en la actualidad tenemos una legión de autores que dan lugar a una subliteratura repetitiva y de esquemas fijos pero que es lo que quiere el pueblo. En otras palabras, literatura que vende. Esto quizá no sería tan malo si no fuese porque esos archiconocidísimos nombres eclipsan a unos cuantos que escriben por el simple placer de hacerlo y que moldean su literatura a su gusto, quedando desgraciadamente para una minoría que aún posee el criterio suficiente para poder distinguir el arte verdadero del mero encadenamiento de palabras formando un tópico machacón.
Hace falta rescatar al antiguo poeta. ¿Dónde ha quedado esa imagen del escritor apartado del mundo, marginado por la propia sociedad que lo vio crecer? ¿Dónde está la bohemia, literal o figurada? No es necesario vivir en una buhardilla alimentándose de miseria y polvo mientras se contempla de noche a las estrellas danzando en el cielo, pero sí es preciso el afán de luchar, de protestar y quejarse de un universo injusto. La literatura ya no es una herramienta de rebeldía o siquiera de apoyo al poder; apenas es descriptiva. Tal vez sea porque hemos terminado acomodándonos, apoltronados en una butaca mullida y conformándonos con lo primero que se nos ofrece, sin valorar sus puntos positivos y negativos. Eso y el desarrollo de la sociedad de consumo han contribuido a que el arte sea una lata de usar y tirar, tres rayajos en un lienzo y no algo que nos produce una sensación y que nos obliga a identificarnos con lo representado en la obra.
Hace falta regresar al malditismo, al germen sembrado por los poetas postrománticos franceses que hace tantísimo que no se ve. ¿Por qué? Pues porque el escritor no ha de estar al servicio del mundo, sino contra él. Puede apoyar a una sección de la sociedad, atenerse a un punto de vista concreto, es cierto, pero se ganará el desprecio de todos los demás. No es un héroe transfigurado en una máscara que sonríe ante las cámaras al recibir un premio frugal y comprado. Hay que regresar al ambiente rompedor de la vanguardia. A ese deseo por hacer algo nuevo y mejor, siempre mejor. Y siempre nuevo.
El arte ha de salir del corazón y debe llegar al alma. El arte no es algo que pueda comprarse porque, sencillamente, no tiene precio. Dicho esto, el arte y la literatura tal como los hemos conocido siempre están destinados a perecer. 

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