domingo, 6 de noviembre de 2011

Diario

Acabo de percatarme de que hace tiempo que no escribo en mi diario, básicamente porque lo tengo guardado en casa y ahora no puedo disponer de él. Pero también me he dado cuenta de que en el fondo no es más que un simple cuaderno negro y que lo que verdaderamente me importa de él es su interior; en otras palabras: mis reflexiones, mis impresiones sobre el mundo, mis sentimientos y sensaciones. Por esa razón he pensado que por hoy este blog puede servirme a modo de bitácora, pues necesito poner por escrito algo que me ronda la cabeza desde ayer.
Y es que resulta que ayer por la tarde, mientras limpiaba uno de mis ordenadores portátiles borrando parte del contenido que ya no necesito, me fijé en que aún tenía guardadas algunas carpetas con archivos y trabajos de cuando estaba en el instituto, concretamente de segundo de bachillerato. Esto puede parecer algo banal, intrascendente, pero no lo es. A lo que iba: una de esas carpetas contenía ficheros de la asignatura de filosofía y al abrirla me acometió cierta nostalgia, así que decidí leer parte de esos trabajos que yo misma redacté hace tan sólo dos años. Cuál fue mi sorpresa cuando al leerlos no pude reconocerme a mí misma en esos escritos, cuando ni yo misma fui capaz de descifrar lo que había escrito. Al principio pensé que se debía al paso del tiempo y a mi actual escaso nivel de conocimientos filosóficos comparado con el que tenía por aquel entonces, pero luego me di cuenta de que la clave no se hallaba sólo en ese hecho; no era el contenido lo que me impedía entenderme, sino la forma, el modo en que las palabras se enlazaban para crear frases, que es muy distinto al de ahora- o quizá y esencialmente sea el mismo.
No era yo la que había dado a luz esas líneas, pero también era yo. Ambas cosas. Lo más extraño de todo es que era consciente de que si yo no supiera que esos trabajos eran míos, los habría tomado por los de otra persona.
Dijo mi profesor de crítica literaria que a veces los escritores necesitan perspectiva para poder ver sus escritos con total objetividad. O al menos para leerlos como si el autor fuera uno de tantos lectores posibles.
Y debo reconocer cuánta razón albergaban sus palabras, pues sólo cuando me he distanciado de lo que he escrito he sabido reconocerlo como ajeno y no como propio. El extrañamiento que el texto me ha producido ha sido tal, que lo mismo habría sido que lo hubiera leído yo o alguien de la Patagonia.
Ahora sé por fin qué debo hacer. No habrá nunca forma de que yo pueda juzgarme como escritora, pero al menos sí que podré leerme desde la distancia, reconociendo a mi yo del pasado y encontrándome conmigo misma una y otra vez, asombrándome de lo que escribí y de lo que pude haber escrito. Como si supiera que entre mi yo presente y el que me precedió hubiera una especie de pacto secreto que sólo nosotras conocemos; un pacto establecido por medio de la palabra. Y esta, puedo asegurarlo, es la sensación más maravillosa que se puede sentir cuando uno escribe.

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