Poemas Galácticos, VI
Tu rebeldía fue capaz de apaciguar las furibundas
tormentas solares. Me escribiste una carta contándome tu batalla, la sonrisa
del barco en el poniente y la cara gris de la luna. Y ya no sé si te soñé en
una mañana de crimen o es que estabas ahí mirándome desde la órbita plutónica.
Hoy tengo llena de poesía el alma sonora. Tengo un
verso, dos, tres, y una corchea cantarina. En el calendario se suceden los
milímetros henchidos de pena, y el reloj muestra mis pasos sobre el camino
terroso.
¡Ay, soledad! ¿Qué te hice yo para que me condenaras
con tu espada aciaga? No sino que el destino nunca me fue propicio; esperé con
calma y llanamente la llamada de las estrellas sulfurosas. Brillaban tanto y
con tanto ímpetu, esas luciérnagas del techo padre. Siempre creí que eran
lamparitas de azufre infernal, llamas azulinas y tintineantes- nodrizas de hiel
y acero.
Esas crueles. Ningunean la nada eterna, se piensan
diosas inmortales mientras fecundan de candor el universo. Pero en realidad son
tan mortales como una abeja ténebre o una tumba colmenera. Como un alma que se
evapora en el silencio atigrado, ellas se funden con el negro noctular.
No me parecen simientes de luz, sino cabalísticos
anuncios de mortandad. Están ahí para recordarnos a nosotros, a la abeja y a la
tumba que no tardaremos en sumirnos en la inconsciencia del estado último de la
existencia.