viernes, 20 de diciembre de 2013

El último viaje en metro

A veces, cuando paseo sola por Sevilla (y sobre todo de noche), me asalta una especie de melancolía extraña. No sé definir qué es exactamente, pero es algo que ocurre sólo en la gran ciudad y que cambia con las estaciones.
Hace casi un año, cuando volvía de la facultad tras una reunión, en uno de esos paseos, se me ocurrió esto. Es quizás la antítesis te lo literario, de lo poético. O quizás no. Pero, en cualquier caso, se trata de una defensa de lo cotidiano y lo meramente anecdótico.
Juzgad vosotros mismos.


La calle olía a mojado, a humedad recalcitrante aferrada a los adoquines viejos. Las luces hacía rato que se habían encendido como por arte de magia, como ocurren casi todas las cosas en las ciudades grandes.
Apretó el paso hacia la estación subterránea, evitando con más o menos habilidad los charcos y deseando huir del ruido del tráfico.
Una vez bajo tierra, se aferró a las mangas de su abrigo. Se agobiaba fácilmente en un lugar como aquel que guardaba tanto parecido con un panteón, pues era también una de esas obras artificiales construida por la mano del hombre. En aquel sitio parecía que el tiempo había sido capturado. O envenenado. Un minuto eran dos horas y quince segundos eran diez años. O casi.
Impaciente, puso en modo aleatorio su reproductor de música y esperó con a que sonara esa canción que siempre le alegraba el día, aunque no pudiera entenderla porque estaba cantada en un idioma extraño.
Entonces se subió al vagón. El resplandor blanco, la charla insulsa de la gente-podía oírla a pesar de llevar auriculares- o el hecho de que nadie hablara con nadie en realidad, que toda esa palabrería fuera mero desahogo egoísta, la ponían nerviosa. Quería llegar a casa y alejarse de ese frío que se le clavaba en los huesos. El zumbido del tren, constante, persistente, retumbaba en sus oídos.

Y luego pudo escapar. Entre la maraña de gente se sentía apenas una hormiga. Y cuando salió a la calle le asaltaron los pensamientos. Esa soledad infinita que le agarrotaba el pecho pese a vivir en una ciudad enorme volvía a atosigarla; era un monstruo negro como el petróleo que le subía desde el estómago. Y volvió a pensar en ese correo electrónico que esperaba cada día y nunca llegaba. "Es-se dijo- como la tarea inacabada de Kafka. Un continuo ascenso por una escalera que no termina".
Buscó la llave en la profundidad de su bolso. Antes de entrar en casa, miró al cielo en busca de una solitaria estrella en aquel techo oscuro.
Pero ni una sola luz iluminaba aquella fría noche de febrero.

(A partir de ahora intentaré publicar todos los viernes).

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