En esa epicidad absurda de la tiniebla universal se adivina una
intención suprema y, en el fondo, inocua (porque es imposible): todos queremos
ser dios, y todos queremos ver más allá de la cuna y de la tumba. ¿Quién no ha
deseado alguna vez el don de la omnipotencia para desatar tormentas estridentes
de luz centrífuga? Esa es la primera y principal razón por la que la noche se
cierne sobre nuestras cabezas como un ente misterioso, casi de cuento mágico, y
por la que las estrellas nos fascinan como si no fuesen simples soles a
millones de kilómetros de distancia. Queremos ser estrellas porque sólo así
podríamos emular un poder gigantesco, capaz de dar vida pero también de
quitarla. Queremos ser eternos como el mismo cosmos, vivir durante eones sin
que ninguna encapuchada ténebre presencia asome por encima de nuestro hombro.
Al final, lo único que nos queda es sentarnos en la campesina
madrugada de trigales verdes y soñar con meteoros fugaces de paz. El tiempo así
no huye peregrino sino que permanece en el polvo estelar prófugo de cárceles
eternas.
Criminales sensatas. Son nuestras madres, nuestras hermanas y
nuestras hijas también. Son para nosotros luminarias tristes que alumbran la
más melancólica de las almas.
Y eso si nos quedamos a la luz de las estrellas.
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